miércoles, 12 de mayo de 2010

📄 La alegria tuerta

Cristian Berríos

Detesto los baños de hospitales, conducen a las puertas del infierno, no a ese de la lujuria y los combates entre brasas, donde el vino corre de una boca a otra, sino a aquel del vacío y las horas inertes. Los he visto descascarados, al igual que rostros abatidos, extremadamente amplios, silenciosos en señal de duelo. En algunos bares hay tazas cariadas e insalubres. Las oriné con ebria alegría, sin perderle pista al remolino. Esa asepsia clerical que revuelve el estómago, el impacto metálico de la camilla en el pasillo, un espejo saltado con nubes grises, transporta a los años de suplicio. Hubo trece navidades perdidas y una progresiva desforestación del alma.

Si ese catete no funciona, un tumor podría desparramarse. Son estupideces Dr, disculpe la inquietud por mi padre. Desaparece el expediente, como los barcos invisibles, que emergían sobre el mesón, cuando acompañaba al que ahora ha partido. Las aspas del odio giraron a cambio de las ruedas de su silla, que fue donada a otro enfermo, días después del velorio. La cerveza ahogaba las penas, ninguna escapó por la tubería. Se incubaban en el corazón, presto a armarse contra el asesino.

Conocía la pobreza y su ferocidad de bestia, una infancia compartida en cuanto a ropa y zapatos. Hay políticos tan famosos, muchos de ellos prescindibles, otros se marchan sin pompa y nos dejan sus valores. Al igual que los globos de cumpleaños, los pulmones se inflan mientras reímos, pero en lugar de elevarse hacia el estrato encierran su deleite en nuestro cuerpo.

A medida que pasan los años, uno comprende la condición humana, aunque traicioneramente una herida se abre y toda alegría parece escasa. La única autoridad que respeto es aquella que pretendía enrrielarnos, los demás están de turno, son estaciones que pasan de largo, tengan armas o fondos fiscales.


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