s谩bado, 1 de julio de 2023

馃搫 «La siesta del martes», Gabriel Garc铆a M谩rquez


El tren sali贸 del trepidante corredor de rocas bermejas, penetr贸 en las plantaciones de banano, sim茅tricas e interminables, y el aire se hizo h煤medo y no se volvi贸 a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entr贸 por la ventanilla del vag贸n.

En el estrecho camino paralelo a la v铆a f茅rrea hab铆a carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, hab铆a oficinas con ventiladores el茅ctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la ma帽ana y a煤n no hab铆a empezado el calor.

—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carb贸n.

La ni帽a trat贸 de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por 贸xido.

Eran los 煤nicos pasajeros en el escueto vag贸n de tercera clase. Como el humo de la locomotora sigui贸 entrando por la ventanilla, la ni帽a abandon贸 el puesto y puso en su lugar los 煤nicos objetos que llevaban: una bolsa de material pl谩stico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de peri贸dicos. Se sent贸 en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.

La ni帽a ten铆a doce a帽os y era la primera vez que viajaba. La mujer parec铆a demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los p谩rpados y del cuerpo peque帽o, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Ten铆a la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.

A las doce hab铆a empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estaci贸n sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra ten铆a un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vag贸n ol铆a a cuero sin curtir. El tren no volvi贸 a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclin贸 la cabeza y se hundi贸 en el sopor. La ni帽a se quit贸 los zapatos. Despu茅s fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.

Cuando volvi贸 al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de ma铆z y una galleta dulce, y sac贸 para ella de la bolsa de material pl谩stico una raci贸n igual. Mientras com铆an, el tren atraves贸 muy despacio un puente de hierro y pas贸 de largo por un pueblo igual a los anteriores, solo que en este hab铆a una multitud en la plaza. Una banda de m煤sicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.

La mujer dej贸 de comer.

—Ponte los zapatos —dijo.

La ni帽a mir贸 hacia el exterior. No vio nada m谩s que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero meti贸 en la bolsa el 煤ltimo pedazo de galleta y se puso r谩pidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.

—P茅inate —dijo.

El tren empez贸 a pitar mientras la ni帽a se peinaba. La mujer se sec贸 el sudor del cuello y se limpi贸 la grasa de la cara con los dedos. Cuando la ni帽a acab贸 de peinarse el tren pas贸 frente a las primeras casas de un pueblo m谩s grande pero m谩s triste que los anteriores.

—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Despu茅s, aunque te est茅s muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.

La ni帽a aprob贸 con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estr茅pito de los viejos vagones. La mujer enroll贸 la bolsa con el resto de los alimentos y la meti贸 en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeci贸 en la ventanilla. La ni帽a envolvi贸 las flores en los peri贸dicos empapados, se apart贸 un poco m谩s de la ventanilla y mir贸 fijamente a su madre. Ella le devolvi贸 una expresi贸n apacible. El tren acab贸 de pitar y disminuy贸 la marcha. Un momento despu茅s se detuvo.

No hab铆a nadie en la estaci贸n. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, solo estaba abierto el sal贸n de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la ni帽a descendieron del tren, atravesaron la estaci贸n abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presi贸n de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.

Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hac铆a la siesta. Los almacenes, las oficinas p煤blicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volv铆an a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Solo permanec铆an abiertos el hotel frente a la estaci贸n, su cantina y su sal贸n de billar, y la oficina del tel茅grafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayor铆a construidas sobre el modelo de la compa帽铆a bananera, ten铆an las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hac铆a tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hac铆an la siesta en plena calle.

Buscando siempre la protecci贸n de los almendros la mujer y la ni帽a penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer rasp贸 con la u帽a la red met谩lica de la puerta, esper贸 un instante y volvi贸 a llamar. En el interior zumbaba un ventilador el茅ctrico. No se oyeron los pasos. Se oy贸 apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red met谩lica: «¿Qui茅n es?». La mujer trat贸 de ver a trav茅s de la red met谩lica.

—Necesito al padre —dijo.

—Ahora est谩 durmiendo.

—Es urgente —insisti贸 la mujer.

Su voz ten铆a una tenacidad reposada.

La puerta se entreabri贸 sin ruido y apareci贸 una mujer madura y regordeta, de cutis muy p谩lido y cabellos color de hierro. Los ojos parec铆an demasiado peque帽os detr谩s de los gruesos cristales de los lentes.

—Sigan —dijo, y acab贸 de abrir la puerta.

Entraron en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un esca帽o de madera y les hizo se帽as de que se sentaran. La ni帽a lo hizo, pero su madre permaneci贸 de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percib铆a ning煤n ruido detr谩s del ventilador el茅ctrico.

La mujer de la casa apareci贸 en la puerta del fondo.

—Dice que vuelvan despu茅s de las tres —dijo en voz muy baja—. Se acost贸 hace cinco minutos.

—El tren se va a las tres y media —dijo la mujer.

Fue una r茅plica breve y segura, pero la voz segu铆a siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonri贸 por primera vez.

—Bueno —dijo.

Cuando la puerta del fondo volvi贸 a cerrarse la mujer se sent贸 junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de madera que divid铆a la habitaci贸n, hab铆a una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una m谩quina de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Detr谩s estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer soltera.

La puerta del fondo se abri贸 y esta vez apareci贸 el sacerdote limpiando los lentes con un pa帽uelo. Solo cuando se los puso pareci贸 evidente que era hermano de la mujer que hab铆a abierto la puerta.

—¿Qu茅 se le ofrece? —pregunt贸.

—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.

La ni帽a estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el esca帽o. El sacerdote la mir贸, despu茅s mir贸 a la mujer y despu茅s, a trav茅s de la red met谩lica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.

—Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol.

La mujer movi贸 la cabeza en silencio. El sacerdote pas贸 del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sent贸 a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.

—¿Qu茅 tumba van a visitar? —pregunt贸.

—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.

—¿Qui茅n?

—Carlos Centeno —repiti贸 la mujer.

El padre sigui贸 sin entender.

—Es el ladr贸n que mataron aqu铆 la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.

El sacerdote la escrut贸. Ella lo mir贸 fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruboriz贸. Baj贸 la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja ped铆a a la mujer los datos de su identidad, y ella respond铆a sin vacilaci贸n, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empez贸 a sudar. La ni帽a se desaboton贸 la trabilla del zapato izquierdo, se descalz贸 el tal贸n y lo apoy贸 en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.

Todo hab铆a empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de all铆. La se帽ora Rebeca, una viuda solitaria que viv铆a en una casa llena de cachivaches, sinti贸 a trav茅s del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levant贸, busc贸 a tientas en el ropero un rev贸lver arcaico que nadie hab铆a disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buend铆a, y fue a la sala sin encender las luces. Orient谩ndose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por 28 a帽os de soledad, localiz贸 en la imaginaci贸n no solo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarr贸 el arma con las dos manos, cerr贸 los ojos y apret贸 el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un rev贸lver. Inmediatamente despu茅s de la detonaci贸n no sinti贸 nada m谩s que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Despu茅s percibi贸 un golpecito met谩lico en el and茅n de cemento y una voz muy baja, apacible, pero terriblemente fatigada: «Ay, mi madre». El hombre que amaneci贸 muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vest铆a una franela a rayas de colores, un pantal贸n ordinario con una soga en lugar de cintur贸n, y estaba descalzo. Nadie lo conoc铆a en el pueblo.

—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmur贸 el padre cuando acab贸 de escribir.

—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el 煤nico var贸n.

El sacerdote volvi贸 al armario. Colgadas de un clavo en el interior de la puerta hab铆a dos llaves grandes y oxidadas, como la ni帽a imaginaba y como imaginaba la madre cuando era ni帽a y como debi贸 imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de san Pedro. Las descolg贸, las puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostr贸 con el 铆ndice un lugar en la p谩gina escrita, mirando a la mujer.

—Firme aqu铆.

La mujer garabate贸 su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La ni帽a recogi贸 las flores, se dirigi贸 a la baranda arrastrando los zapatos y observ贸 atentamente a su madre.

El p谩rroco suspir贸.

—¿Nunca trat贸 de hacerlo entrar por el buen camino?

La mujer contest贸 cuando acab贸 de firmar.

—Era un hombre muy bueno.

El sacerdote mir贸 alternativamente a la mujer y a la ni帽a y comprob贸 con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continu贸 inalterable:

—Yo le dec铆a que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y 茅l me hac铆a caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres d铆as en la cama postrado por los golpes.

—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la ni帽a.

—As铆 es —confirm贸 la mujer—. Cada bocado que me com铆a en ese tiempo me sab铆a a los porrazos que le daban a mi hijo los s谩bados a la noche.

—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.

Pero lo dijo sin mucha convicci贸n, en parte porque la experiencia lo hab铆a vuelto un poco esc茅ptico, y en parte por el calor. Les recomend贸 que se protegieran la cabeza para evitar la insolaci贸n. Les indic贸 bostezando y ya casi completamente dormido, c贸mo deb铆an hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no ten铆an que tocar. Deb铆an meter la llave por debajo de la puerta, y poner all铆 mismo, si ten铆an, una limosna para la Iglesia. La mujer escuch贸 las explicaciones con atenci贸n, pero dio las gracias sin sonre铆r.

Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que hab铆a alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red met谩lica. Era un grupo de ni帽os. Cuando la puerta se abri贸 por completo los ni帽os se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no hab铆a nadie en la calle. Ahora no solo estaban los ni帽os. Hab铆a grupos bajo los almendros. El padre examin贸 la calle distorsionada por la reverberaci贸n, y entonces comprendi贸. Suavemente volvi贸 a cerrar la puerta.

—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.

Su hermana apareci贸 en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Mir贸 al padre en silencio.

—¿Qu茅 fue? —pregunt贸 茅l.

—La gente se ha dado cuenta.

—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.

—Es lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo est谩 en las ventanas.

La mujer parec铆a no haber comprendido hasta entonces. Trat贸 de ver la calle a trav茅s de la red met谩lica. Luego le quit贸 el ramo de flores a la ni帽a y empez贸 a moverse hacia la puerta. La ni帽a la sigui贸.

—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.

—Se van a derretir —dijo su hermana, inm贸vil en el fondo de la sala—. Esp茅rense y les presto una sombrilla.

—Gracias —replic贸 la mujer—. As铆 vamos bien.

Tom贸 a la ni帽a de la mano y sali贸 a la calle.

FIN


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